En la madrugada, cuando el silencio se apodera de la ciudad, una figura se mueve entre las sombras. Ella, de sueño incómodo e intermitente, siente su presencia pero no dice nada. Cada noche la angustia se apodera, no le permite avanzar, no le deja despertar. Sus miedos toman el poder y la oscuridad cubre todo el paisaje hasta más allá de donde los pensamientos puedan alcanzar.
A la mañana siguiente, cuando el sol acecha y vence a la noche, ella abre los ojos y se encierra en su tristeza. Una vez más, los monstruos volvieron a vencer. Sabe que habrá nuevas oportunidades pero no se siente con las fuerzas necesarias para hacerle frente. La derrota se escribe con tinta de sufrimiento. El mal siempre maneja más armas que el bien.
Así que, noche tras noche, pesadilla tras pesadilla, el dolor se apodera de su voluntad. Tantas batallas, tanta lucha, tanto miedo. La guerra parece estar cercana a su fin pero sin final feliz. La realidad es más puñetera que los cuentos y las novelas.
Ni una más. Esa sería su última batalla, no volvería a despertar. Y se acostó con sus temores y sus monstruos. Pero esa noche, en lugar de miedo y oscuridad, esa figura que acechaba entre las sombras le enseñó la luz. Por fin le cogían de la mano para indicarle el camino y esquivar las bestias y temores que les acechaban. No estaba escondida, pisaba fuerte mientras esa figura abría el paso, decidido a rescatar sus sueños.
Y tras dejar atrás muchos malos recuerdos, bestias y dudas, accedieron a ese espacio mágico donde las formas toman color. Pudo ver a una niña sonreír y divertirse mientras se agarraba a un señor mucho más mayor que, como buen abuelo, la guiaba y protegía. En el extremo opuesto descubrió a una hermosa joven que, tras un lienzo, reflejaba a ritmo de Guns and Roses la tierna escena que tenía ante ella. Y frente a frente se encontró con ella misma en la actualidad, como si de un espejo se tratara, sujetando de la mano a una pequeña y presumida niña que no paraba de moverse, y mirando con orgullo a un chico que se sostenía en su hombro y que la impedía caerse.
Por una vez no tenía prisa en despertar. Esa figura que le había tomado la mano cobró forma. Era la persona que dormía a su lado cada noche. Al fin había encontrado la vía para llegar a sus sueños y trasladarla al lugar donde todos la esperaban con impaciencia. Sus mejores recuerdos, que vivían arrinconados tras el mal que impedía mostrarlos, habían roto las cadenas y eran imparables. Y de las manos pasaron al abrazo, y del abrazo al beso, y del beso a la eternidad. Ni en este ni en el otro mundo volverían a dejar un resquicio para el dolor.
Para ti, Mar, que iluminas mi oscuridad y me rescatas de las sombras. No hay nada más bonito que compartir la vida contigo.
José Daniel Díaz
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